Nuestra existencia depende de la tierra, el aire, el agua y el fuego; de las estrellas, el sol y los planetas. Incluso las islas más apartadas están unidas bajo el mar. La tierra es nuestro testigo, el Buda la toca para alcanzar la iluminación. La diosa india Pathavi, la griega Gaia, la Terra romana, la Pachamama inca, el laberinto. La poesía de la biomimética fascinó a Nabokov, que vio la verdad del mundo en el ocelo de un ala de mariposa, y sostuvo que somos las sombras en la tierra de nuestra imaginación en vuelo: 'pienso en bisontes y en ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte'. Como el pigmento que un nómada sopló sobre su mano abierta en las paredes de una cueva pintada con bisontes y caballos hace más de treinta mil años. La tierra tiembla con este aliento a medida que el tiempo se funde y nos unimos al vacío, a la primera página en blanco. La insondable locura plástica grabada en el jaspe y el ágata, como pulseras para cosmógrafos o físicos nucleares: mucho antes de la teoría del caos y de las matemáticas fractales, Roger Caillois supo que representan lo primordial, una críptica sintaxis universal. Escuchemos cantar a las piedras, propone Granta en este número, el segundo de la serie dedicada a los elementos.